Antoñito el Farero de la Isla de Lobos: Un Legado Graciosero de Soledad y ConexiónSu trayectoria vital, dedicada al cuidado del faro y a una íntima comunión con el entorno

En el horizonte del Atlántico, a escasa distancia de la costa de Fuerteventura, emerge la Isla de Lobos, un santuario natural de origen volcánico que cautiva por su belleza agreste y su atmósfera de serenidad. Este islote, declarado Parque Natural, alberga una historia humana singular, profundamente marcada por la vida de Antonio Hernández Páez, afectuosamente conocido como Antoñito el Farero. Su trayectoria vital, dedicada al cuidado del faro y a una íntima comunión con el entorno, se erige como un símbolo de resistencia, adaptación y un vínculo imborrable con este enclave mágico.
Nacido en 1913 en la vecina isla de La Graciosa, cuna de marineros y gente de mar, Antoñito experimentó en sus primeros años la vida en otro pequeño islote del archipiélago canario, Alegranza. Sin embargo, fue en 1936 cuando su destino quedó sellado con la Isla de Lobos. Llegó como torrero auxiliar al faro de Punta Martiño, una estructura esencial para la seguridad marítima en estas aguas. En este entorno paradisíaco, encontró su hogar y el escenario principal de su existencia.
La soledad de la isla no fue un impedimento para construir una vida plena. Junto a su esposa, estableció su residencia en Lobos, y allí nacieron dos de sus hijos, arraigando aún más su presencia en este rincón aislado. Hasta 1968, Antoñito fue el guardián constante de la luz del faro, velando por los navegantes y convirtiéndose en el último habitante habitual del islote tras su jubilación.
La vida de Antoñito en Lobos era una danza armoniosa con los ritmos naturales. Sus días se tejían entre la responsabilidad de mantener la luz del faro encendida cada noche y la profunda conexión con el entorno que lo rodeaba. Aprendió los secretos del mar, los cambios en el cielo que anunciaban el tiempo y los hábitos de la fauna local. La pesca se convirtió en una parte esencial de su sustento, y la observación de la rica biodiversidad de la isla, en una fuente constante de asombro.
Tras la jubilación de Antoñito, el avance tecnológico trajo consigo la automatización del faro de Punta Martiño. La presencia constante de torreros ya no era necesaria, marcando el fin de una era. Sin embargo, la figura de Antoñito perduró en la memoria colectiva de Fuerteventura y de quienes visitaban la isla. Su amabilidad y sus relatos sobre la vida solitaria en Lobos lo convirtieron en un personaje entrañable.
En aquellos años 80, la curiosidad por la vida de este hombre solitario atrajo a visitantes como Luis G y Ángel M. En una pequeña embarcación que zarpaba de Corralejo, se aventuraron a la Isla de Lobos junto a otros pasajeros. La dinámica era sencilla: la barca dejaba a los visitantes por la mañana y los recogía por la tarde, ofreciendo la oportunidad de disfrutar de las playas vírgenes, los senderos volcánicos y las singulares piscinas naturales cercanas a la vivienda de Antoñito.
El encuentro con Antoñito fue memorable. Su hospitalidad se manifestó en la invitación a compartir su humilde comida de ese día: unas lentejas reconfortantes. Entre las muchas preguntas que suscitaba su peculiar existencia, una respuesta, casi cuarenta años después, aún resuena con la sencillez de una época sin la inmediatez de la tecnología móvil: ante la pregunta de cómo hacía para pedir ayuda en caso de necesidad, Antoñito respondió con pragmatismo: «Tengo que hacer señales de humo. Así lo ven desde Corralejo, y los que tienen la emisora contactan conmigo y les comento si tengo algún problema».
El legado de Antoñito trascendió su vida en el faro. En 1999, el reconocimiento a su contribución al turismo y a la singularidad de la Isla de Lobos llegó a través de su nieto, quien recibió en su nombre la medalla de plata de los Premios Importantes del Turismo, otorgados por el Gobierno de Canarias.
Su fallecimiento en 2001 no significó el olvido. Su nombre sigue vivo en la memoria de los majoreros, llegando incluso a adornar la vela de un barco durante las competiciones que se celebran en Corralejo, un homenaje a su arraigo marinero. La huella de “Antoñito, el farero” es tan profunda y carismática en Fuerteventura que un colegio público de la localidad de Corralejo lleva orgullosamente su nombre, perpetuando su historia entre las nuevas generaciones.


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